Ayer volvimos a las prácticas antifascistas de boxeo, en un contexto distinto: al aire libre, cerca del cementerio (en el paredón a nuestras espaldas, un grafiti decía «Dios, Patria, Familia», y en otro color alguien le había agregado a cada palabra un signo de interrogación y había contestado: «Puro cuento»).
En un grupo de seis, sin barbijo, pero manteniendo las distancias. Todos compartíamos el hecho de estar expuestos al virus por nuestros trabajos. Boxeo sin contacto: entrenamiento físico, técnica, juego de sombras.
Salvo un compa de veinte años y el profe que venían haciendo ejercicio, acaso como estrategia de supervivencia en el aislamiento, a los otros en mayor o menor medida (volumen de panza, agitación) se nos notaban los rastros de la indulgencia (habernos refugiado en los placeres del chupi y el morfi). Igual, todos le metimos con intensidad y sin bajar los brazos a esa hora y pico de sol entre los árboles, transpiración, risas y comentarios entrecortados.
Extrañamos el bidón hediondo de agua clorada que compartíamos en el gimnasio (que nos habrá inmunizado a tantas pequeñas pestes), y hay que rescatarse de no tocarnos la cara y pasarnos alcohol después de hacer flexiones en el pasto o la calle. Pero si el clima acompaña un poco, seguiremos buscando formas de encuentro y de mantenernos fuertes y solidarios.