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Volver a las calles del covid-19

Hoy, después de veinticinco días de luna de miel, y poco más de veinte de realizar satisfactoriamente las tareas desde casa, este humilde trabajador lácteo volvió a la calle, a la primera línea de fuego del mercado, a visitar súpers chinos de la cuarta zona más contagiada/osa de capital, (1º Balvanera, 2º Palermo, 3º Recoleta) a Núñez y Belgrano para que nadie se quede sin su yogur.

Mientras iba visitando los locales semivacíos, tuve que familiarizarme con el kit preventivo que me dio la empresa: con el barbijo (más los lentes de seguridad que encontré en casa), con los guantes de látex, y en qué momentos después de ciertas acciones debía usar el alcohol en gel (por ejemplo, antes de subir de nuevo al auto).

Una clienta me lo dijo muy claro: «¿Para qué venir? Tu empresa cabeza anda mal. Mejor llamar por teléfono en tu casa. Acá todo virus muy feo».

Guelson, el repositor haitiano, no llevaba el barbijo que habría, ni guantes, pero tuvo la prudencia de rascarse un ojo con el lado de adentro del buzo. Estaba preocupado porque la cuarentena no le impedía ir a trabajar, pero sí recibir una visita amorosa en el lugar que alquila. Merde, mon ami.

Toda la mañana vi un surtido desfile de máscaras, por no decir caretas, que me hizo acordar a la cantina de Star Wars, sobre todo en filas de paguefácil y rapigarpe (pagan lo que sea por salir). Y a la canción «Ojos sin rostro» de Billy Idol (no recuerdo que dirá la letra).

Volver a casa y todo el proceso de desinfectarme me resultó agotador: me gané una siesta.

Museos de Nueva York

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Todos los museos de Nueva York que visité fueron con entrada gratis o pago a voluntad («Pay What You Wish»: uno, dos, tres dólares…): el Metropolitano, el Guggenheim, la Neue Galerie, el de Brooklyn, el Studio Museum de Harlem, el New Museum y el International Center of Photography, el PS1 del MOMA y el Museum of the Moving Image en Queens, el de Historia Natural. Aunque podría haber pedido un descuento, pagué los razonables cinco dólares del Drawing Center con gusto.

El único que no pude visitar los días gratuitos (viernes de 4 a 8 pm.) fue el imperdible Museo de Arte Moderno. Decidí ir el martes de la tormenta de nieve, cuando casi todo estaba cerrado, y obviamente muchas personas razonaron igual: muy numerosa la concurrencia.

Mientras hacía la cola, vi el cartel con los precios de admisión: Entrada General $25. No hay dudas de que la colección del MOMA los vale, pero resultaba un poco oneroso para un trabajador sudamericano y mal acostumbrado, sin entrar en detalles tales como que las obras (y las salas) pertenecen (como en casi todos los museos nombrados) a unas pocas familias y fundaciones de las más ricas de NY y del mundo, quienes con esta prestigiosa forma de filantropía (compartir «su arte») desgravan impuestos, lavan su imagen y ostentan con buen gusto su riqueza, por lo cual mientras logramos redistribuir sus fortunas (sin matarlos, de ser posible) sería más justo que todos los museos fueran gratis.

Lo cierto es que si quería entrar iba a tener que comprar mi ticket, y estaba dispuesto. Pero miraba el cartel y no me parecía justo. Los jubilados pagaban $18 y los estudiantes $14 (con identificación). Y eso me dio una idea: resolví tomar una hoja de mi libreta y hacerme una credencial de estudiante auto-didacta, en letras de imprenta mayúscula y lo más prolija posible (con un guiño).

Cuando llegué al mostrador y el empleado me miró, simplemente le dije «Student» y extendí mi tarjeta. El hombre morocho frunció el ceño y me contestó que no creía que eso sirviera en su país. Le dije que en el mío quizás. Su compañero de al lado, un moreno, paró la oreja, y cuando vio la tarjeta largó una risa: «Nunca vi algo así. Seguro es una buena universidad. Deberíamos darle una de Estudiante,» dijo. Y el otro sonrió y accedió.

Me dio mucha alegría que mi invento funcionase. Con la plata que ahorré me compré la cena.

El vendedor de espirógrafos

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Entre tantas pálidas y malas noticias, en medio de la rutina y de la locura céntrica, hoy tuve la suerte de encontrarme con una persona formidable.
Me desvié dos cuadras del recorrido habitual, en vez de Sarmiento agarré por Mitre, y fui llevar un ejemplar de «Lengua extranjera» a la biblioteca en formación de la nueva carrera de Artes de la Escritura de la UNA.
Volvía por Callao a mi circuito y en la esquina de Perón, junto a un puesto de diarios cerrado, vi a un flaco, en una silla y con un tablero sobre la piernas, dibujando «mandalas» con un set de reglas.
Me detuve a mirar los dibujos y empezamos a conversar: mientras cambiaba de birome y seguía dibujando, me contó que se trataba de un espirógrafo. Que el sistema de engranajes permitía hacer distintos diseños, distraídamente, sin frustrarse. Que era un juguete muy barato para los chicos, pero lo recomendaba de los tres a los ochenta años, porque todos necesitamos crear formas. Él siempre sugería tener varios colores porque con el color aparece la creatividad. Tomó la hoja con la que estaba jugando, escribió «Soy feliz» y me la regaló.
Le conté que trabajaba de lechero pero también escribía, y hacía fotos estenopeicas: le mostré la cámara flashera, y le hablé de sus orígenes en Bolivia, trabajando con chicos que vivían en la calle. Me contó emocionado que él había estado en esa situación, y su sueño era abrir un espacio donde los chicos pudieran jugar y crear. Que estaba contento de conocerme, que por algo nos habríamos encontrado.
Le tomé un retrato, que espero salga bien para poder llevárselo de regalo. Y obviamente le compré un espirógrafo.
Gustavo, un alma generosa, que sostiene un modesto negocio en la intemperie, y regala belleza; una gran alegría conocerlo.

espirógrafos

Nota: Parece que el espirógrafo lo inventó un matemático polaco pero lo patentó un ingeniero inglés: https://es.wikipedia.org/wiki/Espirógrafo

Nota 2: El espirógrafo humano, Tony orrico: https://www.youtube.com/watch?v=MO5cFCxSog4

Nota 3: La foto salió bastante bien, pero todavía no encontré a Gustavo para darle su copia.

gustavo-espirógrafos