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Museos de Nueva York

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Todos los museos de Nueva York que visité fueron con entrada gratis o pago a voluntad («Pay What You Wish»: uno, dos, tres dólares…): el Metropolitano, el Guggenheim, la Neue Galerie, el de Brooklyn, el Studio Museum de Harlem, el New Museum y el International Center of Photography, el PS1 del MOMA y el Museum of the Moving Image en Queens, el de Historia Natural. Aunque podría haber pedido un descuento, pagué los razonables cinco dólares del Drawing Center con gusto.

El único que no pude visitar los días gratuitos (viernes de 4 a 8 pm.) fue el imperdible Museo de Arte Moderno. Decidí ir el martes de la tormenta de nieve, cuando casi todo estaba cerrado, y obviamente muchas personas razonaron igual: muy numerosa la concurrencia.

Mientras hacía la cola, vi el cartel con los precios de admisión: Entrada General $25. No hay dudas de que la colección del MOMA los vale, pero resultaba un poco oneroso para un trabajador sudamericano y mal acostumbrado, sin entrar en detalles tales como que las obras (y las salas) pertenecen (como en casi todos los museos nombrados) a unas pocas familias y fundaciones de las más ricas de NY y del mundo, quienes con esta prestigiosa forma de filantropía (compartir «su arte») desgravan impuestos, lavan su imagen y ostentan con buen gusto su riqueza, por lo cual mientras logramos redistribuir sus fortunas (sin matarlos, de ser posible) sería más justo que todos los museos fueran gratis.

Lo cierto es que si quería entrar iba a tener que comprar mi ticket, y estaba dispuesto. Pero miraba el cartel y no me parecía justo. Los jubilados pagaban $18 y los estudiantes $14 (con identificación). Y eso me dio una idea: resolví tomar una hoja de mi libreta y hacerme una credencial de estudiante auto-didacta, en letras de imprenta mayúscula y lo más prolija posible (con un guiño).

Cuando llegué al mostrador y el empleado me miró, simplemente le dije «Student» y extendí mi tarjeta. El hombre morocho frunció el ceño y me contestó que no creía que eso sirviera en su país. Le dije que en el mío quizás. Su compañero de al lado, un moreno, paró la oreja, y cuando vio la tarjeta largó una risa: «Nunca vi algo así. Seguro es una buena universidad. Deberíamos darle una de Estudiante,» dijo. Y el otro sonrió y accedió.

Me dio mucha alegría que mi invento funcionase. Con la plata que ahorré me compré la cena.

Un día en Nueva York

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Mi primera noche en Manhattan, terminé colado en el Guggenheim.
Llegué al mediodía a mi cuarto en un lindo departamento, piso 15, Uptown, cerca de Wahington Heights. Charlé con mis anfitrionas, Miroslava y Poli, y reposé un rato.
Antes de las 2 me abrigué, cargué el termo, y salí a pasear por el bello Central Park. Bajé del subte en el Museo de Historia Natural, y me perdí mateando por los senderos entre rocas, lagos y árboles, y de a ratos la vista de los rascacielos.
Cuando me terminé el mate, encaré para el Museo Metropolitano (PWYW).
El Met es infinito; mi capacidad de atención, no. Así que me dediqué a las salas de arte moderno, la de fotografía, y la de Velázquez. Más que suficiente para una tarde de jetlag inadvertido. Tras dos horas y algo de maravillas, me retiré.
Al salir, a dos cuadras, vi una cola: la Neue Galerie abría sus puertas gratis. Sabía que era pequeña y un amigo pintor me la había recomendado. Así que hice la fila charlando con un neoyorkino que había vivido en Brasil y gustaba de conversar en castellano. El aire estaba a unos cero grados centígrados.
Cuando entramos nos quedaban 40′ para recorrer los dos pequeños y lujosos pisos. En el primero, la mayor parte del público se amuchaba en torno al precioso cuadro de Klimt que se convirtió en película, «La dama dorada». Aproveché para ver el resto de sus trabajos y en la sala contigua darme un banquete de Schieles y Kokoschkas: me tenía que agarrar la mandíbula para no dármela contra el piso. Ver esas pinturas, que me habían cautivado en pantallas y libros, en su dimensión real y una junto a otra, me conmovió. Los últimos 10′ me asomé al piso superior y descubrí a Alexei Jawlensky, grata sorpresa; y los últimos 5′ bajé a saludar a Schiele antes de irme.
Al salir, me di cuenta de que estaba a una cuadra del Guggenheim y decidí apreciar su arquitectura. Me encontré con que adentro un montón de gente elegante tomaba tragos, charlaba y movía las patitas al ritmo de una DJ. Me acerqué a la puerta para averiguar de qué iba el «Art After Dark».
Los morenos de la puerta me preguntaron si era miembro. Les respondí que no. Que había llegado ese día a la ciudad y que mi guía recomendaba el primer viernes del mes ir a la noche a ese museo. Me explicaron que el evento era sólo para «members and guests». Que a la vuelta de la esquina había un ingreso con tickets, pero se habían agotado. ¿Y cómo hago para entrar? «Buy a membership» (USD 85). Sí, pero no tengo Internet en el teléfono, me excusé. Podría ser invitado, les dije. «Yes, make friends».
Me quedé en la puerta viendo quién podría invitarme. Venía bien vestido, aunque las botas de trekking se veían un poco diurnas. Vi pasar dos parejas, un par de señoras con cara de no gran simpatía. Charlé con una chica, pero también guest, entró con un pibe. La temperatura había bajado. Me estaba dando hambre. Volví a preguntarles a mis amigos: One more question: ¿Hay un lugar cerca, no muy caro, donde comer algo antes de entrar? «Sure, round the corner, Three Guys».
Fui a comer al restorán de un griego. En la barra me atendió un mexicano que, en solidaridad latina, me recargó el sándwich, «gyro de pollo», y me regaló un vaso de Ginger Ale («yinyerela», la llamaba): le dejé un buen «tip». Aproveché para escribir algo del vuelo y la tarde. Pagué, saludé al griego, admirador de nuestros vinos, y salí otra vez a la noche fría.
Volví a la puerta del museo y había otro custodio. Le comenté sobre mi llegada reciente, desprevenido, y consulté cómo podía entrar: me volvió a decir «only members and guests». Ok. Me quedé esperando a la persona que habría de invitarme y se demoraba.
Los «members» que llegaban lucían poco abordables; otros venían con tickets y los derivaban «round the corner». Salieron otra vez mis amigos morenos y empezaron a juntar los postes y cintas que se usan para armar filas cuando se junta mucha gente. Dejaron un corredor. I’m usually lucky, les dije, someone will invite me. Se rieron. Me preguntaron de dónde era. Argentina. «Oh, Maradona». Oh, yeah!
Llegaron tres parejas. Members or tickets?, les pregunté. «Tickets». Los mandé a la vuelta. I’m a guest already, les conté a mis amigos, but not yet. Se metieron a refugiarse del frío. Llegó un grupito más. Members or tickets? Round the corner. Y así hice con los siguientes dos grupos. Y seguí esperando. No mucho, porque al rato sentí a mis espaldas: «Hey, Argentina, come in». Me abrieron una puerta y le hicieron señas a la recepcionista. Thank you very much, guys!
Entré, dejé mi abrigo, y me dirigí a comprar un ticket para una cerveza. Lo pedí en inglés: A beer, please. El tipo me respondió: «Ok, y un trago gratis en el tercer piso». Muchas gracias, primo, y tip.
Después de recorrer toda la pendiente espiralada, maravillado por todo lo que veía (me ahorro los nombres), fui al tercer piso por mi trago. También servían bocados: quesos, frutas, pop-corn. Charlé con desconocidos amables. Me tomaron una foto para el Instagram del evento. Terminé mi rico trago (base de vodka) y cambié mi ticket de cerveza por otro. Tip. Más charlas y bocados.
Al terminarlo, acudí al barman (la chica había sido más estricta), y le pregunté si el tercero era gratis. «Si me dejás un tip, te hago uno,» propuso. Obvio. Y mientras lo saboreaba, llegó una chica y me dijo: «Tengo que salir y no puedo con el vaso. ¿Querés otro trago?» Of course! Thanks!
Después del cuarto volví a recorrer muy contento las galerías espiraladas, y me di por satisfecho, ya pasadas las 11. Saludé, agradecí de nuevo a los amigos de la entrada, y emprendí la vuelta a la casa, Uptown.
La colectivera morena que me cruzó el Central Park hasta el subte Línea A no me quiso cobrar.
Me sentí muy very welcome bienvenido.