Siempre quise ver algo sobrenatural. Una ex novia mía vivió en una casa antigua con el fantasma de su abuela que prendía y apagaba las luces y el equipo de audio en medio de la noche y hacía crispar a la gata, que se encaramaba en armarios y soltaba alaridos. Tuve una alumna particular de inglés que alquiló una casa en la que las repisas se vaciaban delante de sus ojos y las porcelanas estallaban contra el suelo y tuvo que llamar a un pai, un sacerdote o algo así para hacer un exorcismo. Un amigo tuvo una charla serena con su padre muerto: se sentaron a desayunar juntos. Y participé en decenas de rondas donde se contaban historias de miedo y de asombro algo menos creíbles que las anteriores, donde tuve que inventar para hacer mi aporte, pero no me sentía genuino y esa sensación debía traslucirse en mis relatos. Envidiaba a las personas que de veras habían presenciado lo inexplicable.
Cuando me mudé solo a una casa silenciosa (una puerta de entrada y un pasillo con recodos que conducía a los diversos ambientes), varias veces durante las primeras semanas sentí sombras moverse a mis espaldas y creí percibir movimientos en los cuartos a los que estaba a punto de entrar. Me sugestioné bastante un par de veces, y me pareció sentir ruidos en la cocina o en el patio, pero terminé temiendo que entraran ladrones por el techo, y una vez hasta me cubrí la cabeza con la frazada y esperé a que un criminal viniera a despertarme. Pero nada.
Finalmente, el otoño pasado, mi tonto deseo se vio realizado. Había ido a hacer un trámite en el Microcentro y tuve que matar tiempo durante casi una hora. Tenía un libro y la pipa encima, así que me fui a una especie de plaza que hay en Suipacha y Bartolomé Mitre, más que una plaza un pasillo ancho con paredes tapizadas de hiedras; a cada lado un banco de madera que va desde la entrada enrejada hasta el fondo donde hay una fuente; en el medio un par de árboles enflaquecidos y algunas mesas, vacías. Cerca de la fuente un ciruja hacía su siesta y no había nadie más. Yo me senté en el banco de madera de la izquierda, por el medio, cargué la pipa, la prendí y saqué el libro. Como dije, era otoño, y las enredaderas, con toques amarillos, marrones, dorados, estaban menos tupidas y más traslúcidas y las hojas crujientes cubrían el suelo. Pronto comencé a sentir que la enredadera a mis espaldas se agitaba. Pájaros, palomas, pensé. Al rato –no había viento– otro espasmo de la enredadera. ¿Serían ratas? Entonces ocurrió.
Primero sentí el banco vibrar como si alguien se hubiera sentado a mi derecha. Nada. El ciruja seguía durmiendo al fondo. Después las hojas amontonadas a unos pasos, comenzaron a crujir bajo un peso invisible que venía hacia mí. En ese momento, estupefacto, alcé la vista y lo vi: un cigarrillo flotaba en el aire. No le deseo a nadie el estremecimiento que me corrió la columna cuando la voz de un hombre adulto me pidió que no me asustara, que disculpara la interrupción, y me pidió fuego. Era una voz clara, serena, algo tímida. Con el pulso tembloroso, le ofrecí mi encendedor al aire fresco del otoño. Algo lo tomó y el encendedor flotó hasta el cigarrillo, chispeó, soltó la llama amarilla, encendió el cigarrillo, y volvió hacia mí. Gracias, dijo. Después pidió permiso para sentarse, y me contó la historia triste de su vida, todo lo que poco a poco había perdido. Pero eso es otro cuento.