Echó lomo a los trece: una loba
con cara de nena. Ojos
negro noche, brillantes de picardía,
constelación de pecas, bocaza,
pelos con ondas, bambolea los pechos
y las caderas por el barrio calentón:
babas y bocinazos.
Su madre limpiaba la mugre
de una familia acomodada, y era cruel;
padre vago no muy alcohólico
ni tan violento; tíos dudosos
y tías noveleras en casas desparramadas
por un pasillo largo de rumoreadas noches
y diario alboroto.
Yamila, precoz, rehuía
la desapacible compañía familiar
en esquinas oscuras en oscuros noviazgos.
Breve y constante, el amor le daba fiebre…
Los años envejecieron, ella embelleció,
y, consejo de la codicia o algún pariente,
hizo del sexo un oficio; se entregó
al patrocinio y patronazgo de Santagata,
ex-policía, que regía con golpes
y halagos a cuatro princesas
del sexo sórdido y el vicio lúcido.
Una noche púber y febril,
con El Chueco seguimos
la rastra de ese encanto,
hasta el puterío: una puerta sin luz,
tufo de cigarrillos y perfume baratos,
una suerte de living, vecinos,
padres de conocidos, borrachos,
pool y fonola, chicas sin ropas.
No me importaba más
que Yamila, y en calzón y tetas
de pronto de frente, esos ojos negros…
Un billete elocuente, una ficha simbólica.
Me llevó a un cuarto, un cuarto de reloj.
En esas sábanas que transpiran tantos,
la besé; ella me chupó, me enseñó
el cuerpo asqueado de besos, se ofreció
a mis arremetidas afanosas…
No volví a ese antro pero me cruzaba
a mi vecina en los negocios,
respetuoso y cómplice con el saludo,
que las mujeres escatimaban
y canchereaban los tipos: el barrio
tiene su moral: condenar en público
lo que se acepta en secreto.
Una vuelta vi la camioneta cargada
de muebles, de ilusiones, oí
de Santagata, de moretones,
de Bahía Blanca y empezar de cero.
Al tiempo daba la bienvenida
a los hombres del mar.
Les quita la sal del corazón,
les sirve copas y niñas,
los coquetea guaranga, y a carcajadas
se deja toquetear y tomar por la cintura.
Le sacó la ficha a su vida.
Feliz madre, un día será abuela
feliz de putas y embarcados.