Milonga degenerada

 

Viejo de ojos saltones,
como en permanente asombro,
el carpintero Ernesto.
Tras una higuera, su casa
sin ventanas, una vida huraña.
Y para alumbrarla
una primavera, una luciérnaga,
El Chuli…
Las malas lenguas se relamían.

Chuli, causa de envidias y celos, negro,
lacio y largo el pelo, cara angulosa,
petiso, coqueta en conjunto
de gimnasia, escándalo del barrio.
Chuli, Lucrecia, comprador, hacendosa,
mandado y social, se gana el afecto,
se desvive por su hombre, ama
de casa ejemplar.

Ya para las Fiestas,
vestido de plumas y lentejuelas,
al ritmo del bombo y el redoblante,
entre lanzallamas y colombinas.
Rebosaba de alegría la cena, y
Ernesto, la apuraba, le advertía
que los saltimbanquis, los tamborileros,
que las locas, que esa yunta… Y
como al hombre se lo respeta,
le levantaba el tono y la mano.
La Chuli, La Lucrecia, lo quería,
lo provocaba, se hacía la víctima.

El vino ponía al viejo
a roncar como un serrucho.
Lucrecia de puntillas abría la puerta
y en el pasillo atendía visitas
trasnochadas: fisurados sin billete
que atraviesan noche y día.
Las malas lenguas decían la droga.

Madrugada en puntas de pie,
la calle, las casas, dormidas;
insomnes los faroles y los gatos.
De la casa sin ventanas, dicen,
ven huir una sombra.
La voz de un hombre rezonga,
otra grita, se cruzan
puteadas, algo se derrumba,
un alarido. Silencio.

Dos vecinos se asoman:
la puerta abierta, el viejo llora
agitado; en el suelo, hecho bolita,
el cuerpo desnudo y manchas de sangre.
Alguien llama a la cana y a la tele.
Las malas lenguas dan sus versiones.