Fresco, enorme y puro,
lo deseó, caprichosa, la muerte,
y con el destino maquinó
una trampa ineludible.
La carrera corta de sus días estrellada
contra la dureza de lo inevitable:
en un acto violento y prematuro,
lo cubrió de sueño, lo encerró
en una jaula de fierro retorcido.
¿Fue la misma grata muerte, descanso
de abuelos agobiados de insomnios y de reumas?
¿Fue la muerte analgésica, sosiego
de sufrientes, la que no quiso ver
cómo nos hacía falta,
nos hería su ausencia?
Dolía el pecho, y las manos impotentes
de vengarte golpearon las paredes.
Nos dolía, en la cama y el silencio,
el cuerpo al que pertenecías menos
día a día. Ganaba cuerpo tu recuerdo;
una enfermera estática
pedía no decir nada.
Salíamos del blancor y la antisepsia
y rondábamos una fogata
donde ardían vanas esperanzas.
Hasta que dijeron que habían perdido
la intermitente señal de luz
de una máquina, que ya no latía.
En un múltiple adiós estremecido,
en una larga, negra caravana,
en el asfalto negro un negro río,
tesoro perdido, te dejamos
reposar en la tierra, bajo el mármol.
A veces te veo despreocupado por el paraíso
de la memoria, junto a otros inmortales;
siempre la risa, venís y vamos,
nos emborrachamos de compañerismo,
y retomamos, amigo, las charlas pendientes.